miércoles, 3 de octubre de 2007

CONOCER A JOSE TOMAS CASTILLO PEREZ.

DORADO REGRESO

Pongo el pie en la primera porción de grava apelmazada, y el crujido de los guijarros me avisa de que he abandonado la carretera. Es como una metáfora de realidad que se comprueba con la suela de los zapatos. Desde aquí parte el camino que me llevará, en una hora más o menos, a los pies del castaño que otea, desde lo alto, cómo me esfuerzo en poner en negro sobre blanco, los asuntos que rondan mi cabeza.

Desde que mis padres abandonaron el pueblo para irse a la ciudad, la raíz que nos unía a estas tierras quedó parcialmente marchita por el lado oculto del apego, y noto que el campo me mira con ojos extraños, como si se fueran avisando de mi presencia las ramas de las encinas, las jaras en flor o los tordos que a estas horas vuelan raso. Se van dando toques, como si tuvieran codos, avisándose de la presencia de un ente ajeno a su naturaleza, a su ritmo vital. Yo insisto en intentar demostrarles que no hace mucho, mis abuelos roturaban su tierra, ordeñaban sus olivos y bebían su agua, y que algo debe quedar, dentro de mí, que demuestre que todavía ostento un ADN con olor a monte. Insisto y persisto, porque no hay lugar tan bello como los veneros que rodean al viejo castaño, ni aire tan puro como el que, en este momento, penetra en mis pulmones.

Con éstas y otras reflexiones en la cabeza, siguen cantando las piedras bajo mis pies, y me llega el aroma de las tardes mortecinas de verano, en las que el sol pierde esa fuerza titánica que somete todo lo que se mueve aquí abajo, y en las que el monte adquiere ese verde que antes era tapado por el manto plateado de los rayos de fuego . Como una obsesión que me persigue, la idea de perder la inspiración regresa, como las moscas en verano, al portalón de mi cabeza, y pienso otra vez en lo difícil que me resulta en el campo, poder perseguir el palo del que pende, pizpireta, la zanahoria de la inspiración.

¿Por qué en la ciudad me cuesta menos escribir? ¿Por qué en medio de un atasco, en la cola del banco, o en la silla de mi oficina, surgen las ideas espontáneamente, a veces a borbotones? Es paradójico, o cuando menos extraño. En este vergel, donde el silencio es ley y se cumple, donde todo es tan intensamente suave, me cuesta un parto, cada vez que intento coger el lápiz. Tanto hay donde fijarme, tanto color, tanto matiz, que parece que los sentidos se abotargan, que no aciertan a ordenar pensamientos, sensaciones, palabras...
Puestos a buscar alguna explicación, o una mentira sagrada que me consuele, lo achaco al estado más o menos melancólico del alma, o del espíritu, que para cuestiones de vida interior son la misma cosa. Sostengo hace tiempo, con mano titubeante, que aquello que late dentro del corazón del escritor, cuando llega al campo, es como el perrillo que se suelta a su libre albedrío por una era: corretea alegre, mueve el rabo con fruición, disfruta de su libertad sin preocuparse por nada más. En cambio, cuando lo encerramos entre cuatro paredes, pierde el ánimo (o el ánima), muestra sin duda alguna los ojos tristes, y en los momentos de mayor soledad, aúlla al viento su querencia por buscar, por explorar entre las piedras.
De la misma forma, sálvense si se quiere, todas las distancias, el espíritu humano que se encuentra alejado de la naturaleza, gime y se retuerce, por estar viviendo en un hábitat que le es ajeno hasta el tuétano de sus huesos, y expresa mediante palabras, los deseos y los sentimientos que nosotros, a través de la escapatoria de tinta que supone la pluma, ponemos a secar en una hoja de papel. El alma que dejamos escapar en el campo, se restriega en el tronco de los árboles, entra y sale de las charcas, y surca el cielo como el águila que domina estos contornos. Se limita a vivir, se ocupa en vivir, y no hay una forma de sabiduría más refinada que empaparse de esas sensaciones. Por eso la mano se vuelve torpe, la tinta de la pluma parece secarse, y las palabras no salen.
Y vuelvo a leer las palabras de Rocigalgo, que un día vinieron a mi:
“El alma en el cuerpo encerrada
grita con fuerza sus vientos
palabras de luz descorchada
caricias, suspiros, lamentos...”

Después de caminar más de una hora, ya puedo ver el pequeño oasis de “Las canalejas”. En el regazo de la sierra, a la solana, escoltado por unos cuantos chopos, se levanta el castaño centenario que me recibirá a sus pies, a mesa puesta. Es una mesa de madera sin desbastar, en la que el papel se quiebra y se empapa de su forma irregular. Compensa sus arrugas con una calidez que relaja, proporcionando a las posaderas asiento agradable durante el tiempo que navego por la tierra de las musas.
No puedo evitar, mientras me voy acercando, maldecir una y mil veces a los insensatos que han permitido construir un porche de ovejas de diseño futurista, cutre y malintencionado, que anida como la tropelía más infame unos metros más allá de mi “santuario particular”. ¡ Cómo se puede, con dos dedos al menos por encima de las cejas, rasgar con tanta virulencia y desprecio la sintonía de los tonos verdes, los colores terrosos del suelo, y las “calvas” níveas de las pedrizas! Es una pena. La conciencia yace noqueada por ese terrible pegador que es la economía. Las “uralitas”, los materiales químicos, no saben nada de armonía, pero los que sí tienen ojos y criterio, no ponen ni remedio ni previsión; no ponen ni siquiera un color que imite el inimitable manto de los montes de Toledo.

Allí estaba, como siempre. Testigo mudo de estos atardeceres de verano, cuando los campesinos regresaban a casa después de gastar el día ocupados en la labor del huerto. También habrá visto a las mujeres que lavaban cerca de aquí, compartiendo canciones con las oropéndolas, o a las niñas que las acompañaban, tumbadas en la hierba del prado, mirando este cielo azul perfecto. El castaño se mantiene con una salud de hierro. Por suerte no le ha atacado ninguna enfermedad, y como está aquí escondido, lejos de la civilización, está a salvo de que cualquiera le clave un cartel anunciando un hostal, o la última actuación en la discoteca de moda. Un eucalipto hermano suyo, en la carretera principal, llora su martirio, como San Sebastián, asaeteado por los clavos del Cristo de la modernidad y de la falta de escrúpulos.
Me siento frente a la mesa tosca, labrada por los insectos. Las piernas ya me pedían descanso, no están acostumbradas a caminar más dos manzanas en la ciudad. Antes de pensar en escribir alguna cosa, me dejo invadir por las sensaciones que me circundan. Beethoven, cuando visitaba los bosques de su ciudad natal, pasaba largos momentos de silencio total, mirando las crestas atormentadas de las montañas, y escuchando la música que le mandaban los sauces y los chopos para que él las diera vida en un pentagrama. Yo oigo, a lo lejos, el quejido de las juntas de un remolque, que atenuado por la pared de la montaña, llega amablemente a mis oídos. Una hormiga enorme se sube a mi mano, inspecciona con sus antenas el terreno, y vuelve a bajar. Escala sin dificultad la imposible superficie del cristal de mis gafas y recorre la cresta de la montura hasta salir, con un equilibrio circense, por la patilla de las mismas. ¡Qué delicia para los sentidos, presenciar sus movimientos sin intervenir en su ruta!.
Y de la inspiración... nada. Ni siquiera la hormiga se digna a poner sus patas en el papel. No venteo el más mínimo olor a palabreja ocurrente. Los aromas a toda clase de flores, de maderas, de viento, de luz, saturan mis sentidos. Sería una pérdida de tiempo perder un segundo en estos momentos, para traducir a letras estas sensaciones.
Cuando el cuerpo me lo pide, me levanto de la mesa y me despido de mi árbol. Toco su piel de abuelo y lo miro de arriba abajo. Recojo las cuatro cosas que tenía desperdigadas y las meto en la mochila. Los pasos amortiguados por la hierba se transforman otra vez en un rechinar de piedras menudas. El cerro se ha tragado ya medio sol, y la luz que proporciona a toda la explanada es templada y melancólica. En un recodo del camino, se puede ver el pueblo entero, y yo, como Nerón desde la cumbre del Quirinal, presencio el incendio de Roma que suponen esos rayos de oro, en el ocaso de este día. Pienso en toda la paz que aquí se respira, y acto seguido, también me pregunto cuando podré venir otra vez a recorrer este camino.
Mis pasos se pierden en una minúscula polvareda de retorno. Las sombras van ocupando poco a poco todo el valle, proporcionando el frío de la noche a la sedienta tierra de color anaranjado. Yo, a la luz del flexo de mi habitación, escribo en presente lo que hice aquella tarde del pasado. No podía ser de otra forma. El recuerdo es el adobo con el que macero mis pensamientos, y el camino de regreso a la ciudad es la noche en la que dejo al sereno todas aquellas experiencias. Vuelvo a tener el alma encerrada, aullando dentro de mí, y de la pluma vuelve a manar la tinta. Intento con palabras acariciar ese espíritu inquieto que volaba aquella tarde, y que se reconcilió con todas aquellas cosas que nunca quise abandonar, y que allí reinan, en la tierra de mis ancestros.
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