sábado, 19 de abril de 2008

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De siempre fui una niña muy inquieta. Aprendí a leer con sólo tres años y a los ocho años me había leído todos los libros de la Biblioteca de mi padre. Sin embargo, mis padres no apoyaron mucho mis esfuerzos por hacerme con una carrera, por lo que me tuve que despabilar y ayudarme de pequeños trabajos durante toda mi época universitaria.
En cuanto terminé la carrera y empecé a encontrar trabajos más estables, me fui de casa de mis padres, donde nunca fue bien visto mi afán de independencia.
¿El resto de mi historia? Avatares y rodar. Como decía John Lennon: “La vida es lo que te ocurre mientras te empeñas en hacer otras cosas”.
De adolescente soñaba con la fama, pero no por vanidad, sino por reconocimiento.
Vivía en mi mundo interior, alimentado por libros y por los seres fantásticos, las hadas y los elfos que me aconsejaban desde el interior con su vocecita y que hicieron de mí que fuese un ser autónomo y no la marioneta de mis padres como fueron mis hermanos.
Esos seres, como el genio maligno de Descartes, me incitaban a desconfiar, no sólo de aquellos más cercanos a mí, como mis padres o educadores sino también de la realidad que se mostraba a mis ojos. Lo obvio no es tan obvio, lo real no es más que un sueño nítido y los sueños pueden ser más coherentes y lúcidos que muchas realidades absurdas. Así pues encontré consuelo en la literatura, en la pintura y, sobre todo, en las matemáticas. No en vano, los mayores filósofos habían sido también matemáticos, y era por algo. Las matemáticas – Que no el mero cálculo adiestrado y rápido, como creía mi tío José – Se me antojaron pronto como una conexión superior con esa realidad platónica perfecta y bella, el Mundo de las Ideas.